Recuerdo algunas conversaciones de mi padre con sus amigos a finales de los años 70 y principios de los 80, cuando yo era un crío, hablando sobre coches.
Se me quedó grabado un planteamiento recurrente de aquellas charlas. “A Fulanito le ha salido muy bien el Seat 1500: casi medio millón de kilómetros y ni una visita al taller”, decía uno de los amigos de mi padre. “En cambio, Menganito ha tenido muy mala suerte con el R-12: ya lleva más de 10 reparaciones y no hay forma de que funcione bien”, contestaba otro.
Con el paso de los años, aquello se superó. Y hoy parece ridículo apelar a la suerte cuando uno se compra un coche. Un desembolso que para la mayoría de los consumidores es el segundo mayor de su vida, solo por detrás de la adquisición de la vivienda.
En las últimas décadas no solo han mejorado los procesos de producción (y los sistemas de calidad) sino también las garantías que ofrecen los fabricantes de vehículos. Por eso resulta indignante que algunas de las principales multinacionales del sector traten de eludir sus responsabilidades cuando cometen un error al construir sus coches.
Es el caso del grupo Stellantis, que abarca algunas de las principales marcas. Numerosos clientes de Peugeot y Citroën se están viendo afectados por una avería causada por un fallo de fábrica (la rotura de la cadena del árbol de levas) cuya reparación puede llegar a costar 5.000 euros.
Peugeot y Citroën han admitido parcialmente el error, el problema es que suele detectarse cuando ya ha pasado el periodo de garantía y tratan de endosar al cliente el coste de la reparación. Solo tras mucho pelearlo, algunos afectados consiguen que los fabricantes asuman todo o parte de lo que cuesta el arreglo.
Es increíble que marcas tan relevantes como Peugeot y Citroën hayan abandonado a sus clientes a su suerte. Literalmente. Como ocurría hace 40 años. Si quieren preservar su prestigio, deberían ponerse las pilas.