Los primeros monjes irlandeses llegaron a este remoto lugar a principios del siglo XIV y empezaron a destilar sus primeros litros de whisky. En esta isla escocesa, inalcanzable durante cientos de años, recogieron la cebada, la esparcieron por los suelos, humectada, y, una vez germinado el grano, lo secaron con el humo de la turba quemada, dejando una impronta ahumada en los granos de cebada que crea un single malt inconfundible: el de Islay.
Siete siglos después, poco más de 3.000 habitantes viven en Islay, una isla donde el 90% de la población activa trabaja en el sector del whisky. Desde 1815, la destilería Laphroaig ha cogido el testigo de los frailes y todavía maltea empleando técnicas ancestrales, sobre el mismo suelo y con la misma turba, abriendo las ventanas para impregnar el ambiente de la sala de brisa marina y conseguir un whisky ahumado distintivo, incluso para los más inexpertos, que en 2024 por fin se puede catar en España.
Catamos el whisky ahumado Laphroaig de 10 años
“Laphroaig se lanza a la conquista del mercado español”, anunciaba la marca de Islay hace unas semanas. Y la destilería ha tenido la gentileza de enviar a Consumidor Global una pequeña botella de su ahumado de 10 años, una delicatesen que compartimos con el sumiller y colaborador de Hule y Mantel Òscar Soneira. Sin hielo, por favor.
“Siempre tienes el punto ahumado de la turba, que en este Laphroaig es potente, estará sobre los 50 ppm (partes de fenol por millón), pero no exagerado”, apunta Soneira sobre el característico aroma de este whisky que, en boca, “tiene un punto a caramelo, a toffee, y un deje cítrico, pero imperan el ahumado y la barrica”.
Una turba diferente
“Cuando lo metes en boca, el viaje del ahumado te recuerda a la turba quemada y al hierro de la tierra de Islay”, explica el también elaborador de vinos sobre el secreto del whisky Laphroaig, que reside en el terroir: suelo, clima, especie y la acción del ser humano.
Hace 6.000 años, las lluvias torrenciales crearon en la isla escocesa unos suelos cargados de hierro. ¿El resultado? Un entorno único para la producción de este carbón que se forma con la acumulación y descomposición del fango, el musgo y la maleza de brezo, helecho, hierba del páramo y algas autóctonas, y que antiguamente se usaba para calentar las casas. La brisa, la humedad, el salitre y el malteado artesanal hacen el resto.
“Perfecto para el que no quiera pagar un Lagavulin”
Gracias a este terroir, “el ahumado hace que sea un whisky muy cremoso en boca con un punto de galleta de jengibre. Es poco afrutado. Apenas un recuerdo de melocotón, pero no está la típica piña. Es un whisky muy controlado, muy balanceado, nada agresivo de alcohol. Muy suave y elegante”, saborea Soneira.
Así pues, el Laphroaig ahumado de 10 años, que se vende por 45 euros en tiendas especializadas de España, “es perfecto para aquel al que le gusta un Lagavulin (74 euros), pero no quiere pagar lo que cuesta”, apunta el sumiller. Además, estarás bebiendo un whisky que obtuvo el Doble Oro en el San Francisco World Spirits Competition 2022 y la medalla de oro en la International Wine & Spirits de 2021.
¿Con qué marida un whisky ahumado?
Miles de bebedores se desplazan hasta Islay, que en verano multiplica por diez su población, para catar los tesoros líquidos de sus nueve destilerías, entre las que se encuentran Ardbeg, Lagavulin y Laphroaig. Ahora, los consumidores españoles pueden probar el whisky ahumado de esta última bodega cada vez en más coctelerías y tiendas, pero ¿con qué marida?
“Con el típico chocolate negro con sal mezcla muy bien”, expone Soneira, quien añade: “en ocasiones, pruébalo con anchoas del cantábrico ahumadas. ¡Es una delicatesen! ¡Fliparás!”.